Un horizonte sin fin.

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Existen una serie de experiencias vitales, que todo ser humano debería de poder experimentar en su fugaz tránsito por la vida. Dos de ellas, que considero de las más intensas, es poder ver el mar y la segunda, contemplar la Tierra desde arriba. La primera vez que ví el mar, tendría cinco o séis años y la impresión que me causó aquella inmensidad, fué grandiosa. Una sensación de miedo y sindrome de Stendhal, pero aplicado al fragor de la naturaleza. Una cautivadora imágen quedó retenida en mi memoria, la de aquella espuma blanca del agua en el ir y venir de las olas en la orilla, unida a una luminosa luz, que aún hoy no he podido olvidar pese a haber estado en contacto con el mar en muchas más ocasiones. Mis prístinos sentidos se colapsaron en contacto con aquella vivencia.

La segunda experiencia, en plena adolescencia, romper con los miedos y aceptar el reto de volar en un avión por primera vez. Para quienes tenemos el don de maravillarnos de todo lo que nos rodea, mientras que la mayoría de los pasajeros de ese primer vuelo que realizaba, andaba dormitando, leyendo, escuchándo música o simplemente charlando, yo me aferrába a aquella reducida ventana contigüa a mi asiento, escudriñando un mundo nuevo y diferente al que había conocido siempre, preguntándome como era posible que la indiferencia hubiera hecho mella tan pronto en la curiosidad innata del ser humano, en aquellas personas que iban en aquél vuelo.

Lo contemplado allá arriba era literalmente estar viajando por una dimensión diferente, en el que uno perdía fácilmente «todos sus papeles», esa memoria de nosotros mismos que siempre nos acompaña desde que tenemos conciencia de nuestra propia individualidad. Entonces, en aquél momento la conciencia se convertía en intemporal y se unía al fabuloso espectáculo presenciado. Desde aquella diminuta ventana las preocupaciones mundanas se diluían observando un reino ignoto de enormes y algodonales masas de nubes, que se extendían en un horizonte sin fín, discurriendo suavemente, con formas y tonalidades de exquisita belleza. Todos nuestros deseos quedaban abandonados en un instante, convirtiéndonos en seres privilegiados e integrantes de ese escenario. Pareciera que todo se hizo expresamente para ser contemplado y vivido por y para el ser humano.

A lo largo de nuestras vidas, en determinadas circunstancias excepcionales, nuestra mente consigue alcanzar una lucidez que la permite traspasar los velos de todos sus condicionamientos y limites, accediendo a una conciencia superior. Estos momentos son gloriosos y cada ser humano posee su propia llave para abrir la puerta a su omnisciencia.